Me enciendo un cigarrillo. Estoy a 4160 metros de altitud. Ya lo pasé mal ayer, estuve cerca de vomitar al llegar. Hoy mi cuerpo parece haberse acostumbrado.
En frente de mi, unos metros por debajo, la ciudad de Potosí, la que un día fuera más rica del mundo y hoy trata de aprovechar lo que quedó. Detrás suenan las explosiones de dinamita. He venido a pasar la tarde al Cerro Rico, nombre que se le dio en honor a sus años gloriosos. Hoy, aún encontramos un gran cantidad de mineros en este lugar. Si hubiera imagenes de lo que fue en su día, debía ser espectacular. Mucha historia tiene este lugar, mucha que por desgracia e inconprensiblemente, no conocemos.
Nuestro compañero Casero ya nos contó hace unos meses.
Justo se detiene un colectivo en frente de mi. Está empezando a llover y el frío se hace notar. Le pregunto si me acerca al centro y me dice que sí. Está lleno de hombres, hombres de aspecto fatigado. Regresan a sus casas, con sus familias, tras un día duro, pero un día más. Hablando con alguno de ellos, que miran mi libreta con cierta sorpresa, me cuentan que aquí las jornadas de trabajo son de unas 10 o 12 horas diarias, habiendo turnos que empiezan a las 3 de la madrugada. Muchos trabajan 20 días seguidos, sin descanso, sin fines de semana ni nada, y tienen 6 días para reponerse.
Los ambientadores del autobús son de cartón, en forma de arbol y con la bandera de los EEUU, no entiendo nada...
En el camino nos cruzamos camiones cargados del mineral preciado, la plata, la plata potosina. Durante el corto trayecto son constantes la tos y los ruidos corporales de los trabajadores. Yo, con una realidad a años luz de la suya, no puedo ser capaz de entender lo que se vive allá dentro. Cuenta Galeano que, en la época de la colonización española, las mamás mataban a sus hijos varones para evitarles vivir aquella masacre...

Al llegar me voy a pasear por la ciudad. Más allá de las minas, Potosí me parece una hermosa ciudad, con su plaza principal llena desde las 8 de la mañana, su mercado central en el que saborear la rica y potente comida boliviana, sus calles empinadas que me dejan sin aliento, decenas de iglesias que nos recuerdan a los tiempos mejores, y mucho ambiente en las calles, al ritmo de los vendedores de discos piratas que le ponen música a nuestro paseo. Es un ciudad linda!
Sorprendentemente, a pocos quilómetros de la ciudad existe un pequeño paraíso que las age

ncias turísticas aún no han devorado y empezado a romper su encanto, el Ojo del Inca. Unos argentinos, que viajan haciendo artesanías y malabares y que me cuentan que van a construir una balsa para recorrer el amazonas, me recomiendan ir. Pues si hay que ir se va.
A última hora se suman un par de compañeros norte-americanos, así que somos 3. En el camino, nos cruzamos con esta linda pintura.

Jenny me cuenta que el gobierno de su país no tiene buenas relaciones con Bolivia porque se trata de una dictadura. ¡Cuanto daño nos está haciendo la deseducación que en ciertos aspectos recibimos!. ¿Cómo se puede tratar a bolivia de dictadura? í es cierto que en los últimos meses el gobierno de Evo está teniendo sus problemas y tomando ciertas decisiones poco democráticas, pero de alli que se les cuente, por televisión, prensa y todo lo que nos contamina, que es un dictadura me parece muy triste. Casi igual de triste que a nosotros nunca se nos haya hablado de Potosí en la escuela. (Tal vez me equivoco. Debo reconocer que en aquellos años poco me interesaba la historia, y miraba al profesor pensando en cualquier cosa de niño adolescente).
Pues bien, acá la maravilla.

El Ojo del Inca es una agua termal que se encuentra entre sierras. A la orilla la profundidad es de un metro, pero esta va aumentando hasta llegar a los 22 metros en el centro. Se pueden ver las burbujas salir. Como mas nos metemos más caliente está. Además, no hay nadie más que los cuidadores y nosotros. Y por si a todo esto le pudiéramos añadir algo, a la pregunta de si tiene cerveza, la mujer me responde que sí. Una día espectacular...

Salud!